sábado, 14 de abril de 2007

"QUE SEA CARGANDO PERIÓDICOS Y NO ESCRIBIÉNDOLOS"

Necesaria o inútil, inevitable o evadible. No sé que diablos sea la “autodialéctica”, lo que sí sé, es que sea lo que sea, la tenemos todo el tiempo metida en la cabeza haciéndonos dudar de lo que llevamos cierto tiempo tratando de convencernos. Lo más extraño de todo, es que resultaron -muy para mi sorpresa- los periodistas (no todos por supuesto) tan existencialistas como los mismos filósofos o los artistas.

En parte me consuela y en parte me asusta leer a grandes periodistas nacionales e internacionales vacilar de su profesión. Menciono el caso del periodista Juan José Hoyos, muy profesional y talentoso en mi concepto (y en el de muchos), quien en un artículo publicado el domingo 8 de abril en El Colombiano, cuenta su anécdota del encuentro casual con el escritor Ernesto Sábato hace varios años. Así narra que le dijo este prestigioso escritor: “Cuando un muchacho de estos viene a visitarme, yo les digo que si van a trabajar en el periodismo, que sea cargando periódicos y no escribiéndolos. Pienso que eso prostituye el alma” luego continúa Juan José: “Yo enrojecí de vergüenza. No le había dicho que llevaba más de ocho años trabajando en un periódico”. Sin embrago esto pasó hace más de 22 años, y aun hoy, continúa trabajando como periodista, y estoy casi segura, que no es precisamente porque no tenga nada más que hacer.

Las reflexiones de Ernesto Ochoa también en El Colombiano y del escritor y periodista español Juan Cruz, aunque muy críticas sobre el asunto del periodismo, dejan al final -al igual que Juan José-, un atisbo de satisfacción, o de aceptación, o de conformismo… no sé. En todo caso lo deja a uno pensando.

lunes, 2 de abril de 2007

Del canto de las sirenas y los susurros del demonio

Es irónico. Vemos torrentes de gente, cada día más caudalosos, que no creen en nada: dudan de la religión, de la política, de las buenas intenciones, hasta de la ciencia. De lo único que parecen no dudar, es de la publicidad.

Torrentes alimentados por la lluvia incesante de comerciales cuyos mensajes se han vuelto algo más que nuestra conciencia. Nos hablan más que la misma conciencia. Todo el día, a cada instante, está recordándonos qué es lo adecuado para nuestra vida. Y más aun, su presencia ya nos genera seguridad. De esta forma, cuando tenemos un producto que no ha sido “afamado” en algún medio, nos sentimos frente a un perfecto desconocido, e incluso vacilamos de la conveniencia de usar dicho producto, de la misma manera que desconfía un niño al recibir el confite de un extraño.

Ahora, la situación se vuelve más compleja cuando se descubre que no se ha convertido sólo en nuestra conciencia, sino además en nuestro inconciente. Querámoslo o no, nos maneja como quiere, porque ella nos conoce más que nosotros a nosotros mismos. Y así, ha logrado moldearnos a su figura y a sus condiciones. Entonces ya no es su personaje –el producto- el que no se ajusta a nuestras necesidades, sino que somos los consumidores quienes no estamos a su medida. De manera muy acertada lo reflexiona William Ospina en su texto “El canto de las sirenas” cuando dice: “Las ilusiones que nos obligan a comprar se revelan inaccesibles, pero finalmente la falla no estará en los opulentos arquetipos sino en nuestra imperfección”. Es este uno de los puntos más paradójicos y hasta absurdos de la publicidad. Es tan elemental como que, cuando observamos un comercial de un shampoo, por ejemplo, sabemos en el fondo que la modelo que allí aparece, no tiene un cabello espectacular gracias a él, y sin embargo, parecemos pasar por alto tan esencial detalle, compramos dicho producto y como es de esperarse, el cabello no cambia su “personalidad rebelde” para tomar la forma de aquel que observamos en el mensaje publicitario. Pero ¿Qué pasó?, ¿Por qué no hay un cambio rotundo en nuestro cabello? ¿Por qué los hombres no voltean su mirada cuando pasamos junto a ellos? No, la publicidad no nos engañó, simplemente nuestro cabello no tiene solución, o al menos, aun no la hemos encontrado, así que seguiremos intentando con otros productos hasta encontrar aquel que “a pesar de la adversidad” pueda surgir efecto. Del mismo modo podría tomarse el ejemplo de una crema dental, una crema antiarrugas, un producto Light, y en fin, de la mayoría de los productos que forman ya parte de nuestra vida, en la cotidianidad o en el deseo.

Hablamos entonces de la familiaridad con las marcas publicitadas que nos vuelve excluyentes respecto a otras; de la credibilidad en el producto a pesar de la falta de concordancia entre su mensaje y la realidad; de una gran aceptación de su tipo de lenguaje que, no solo acogimos, sino que además ya necesitamos: nos acostumbramos a ver rostros encantadores en las publicidades, porque aquellos poco atractivos nos fastidian, o a lo menos, no nos causan interés; necesitamos que nos hablen de los nuevos poderes hidratantes y humectantes, que nos prometan viajes y carros, así nunca hayamos ganado alguno -y lo más probable es que no lo hagamos-. Es como si estuviéramos realmente satisfechos con esa realidad maquillada que al fin de cuentas, adorna los espacios públicos, y nos muestran la cara amable de nuestra vida, cada vez más “complementada” y auxiliada. Nos sentimos a gusto frente a caras sonriendo, con música alegre de fondo y mensajes de voces rápidas, emotivas y siempre alegres, porque todos los que allí vemos, tiene la fortuna de estar en un lugar maravillosos “dónde nadie sufre tragedias que no pueda resolver el producto adecuado, donde nadie envejece jamás si usa la crema conveniente, donde nadie engorda si toma la bebida que debe, donde nadie está solo si compra los perfumes o cigarrillos o autos que le recomiendan, donde nadie muere si consume bien”1 ese “mundo perfecto” al que puede accederse desde la puerta del supermercado.

Todo ello desde mencionado marco del manejo de nuestro inconsciente, ese elemento articulador y esencial de la publicidad, cuya esencia no cambia, pero que se disfraza de la manera más sutil posible, sin otra condición que la de la efectividad. Parece transformarse el dicho: “en la guerra y en el amor todo se vale”, para complementarla con la otra disciplina que en teoría y en acción no tiene límites, la publicidad. Así, llega a ese lugar oscuro, misterioso e incontrolable del subconsciente, todas las ideas de brillantes creativos que, sino fuera por su naturaleza materialista y servil a los intereses capitalistas, serían todo un himno a la imaginación y a la alegría.

La publicidad en sí no es perversa. Incluso la misma manipularon de la mente humana no lo sería, si ésta estuviera al servicio del bienestar humano. Pero, cuando en lugar de impulsar a la sociedad con ideas novedosas y descrestantes a tomar hábitos y posturas altruistas frente a la vida social, humana, ambiental –así sea bajo la paternidad de un producto-, obliga a los padres a comprar juguetes, a las mujeres a ser delgadas… cuando vuelve a las mercarías protagonistas y las provee de cualidades humanas2, entonces se convierte en esa figura del demonio que nos susurra al oído, nos tienta, nos engaña.

La cuestión no está en culpar a la publicidad de los grandes problemas de la humanidad. De lo que sí tiene la culpa, es de no utilizar todo su poder para aportar a la gestación de un hombre más humano, más sensible y más consiente de su realidad. Una consideración utópica que, como todas las de esta naturaleza, no existe más que en su propia utopía.

1 OSPINA, William. Es tarde para el hombre. Ed. Norma. Colombia. Pág. 57
2 Los poderes de la publicidad y la persuasión femenina de Julián David Bueno